Era el año 229 de la Hégira –migración masiva de los discípulos de Mahoma de La Meca a Medina–, y también era un mes de mediados de agosto del año 844 en la cronología cristiana. Habían transcurrido quince días desde el Muharram –primer mes del calendario lunar islámico–, cuando una flota de más ochenta naves vikingas era avistada en las costas de Al Ándalus. Venían de armar un caos monumental en Lisboa y en el reino de los astures antes –donde habían sido desalojados expeditivamente por su rey Ramiro I–, y tenían combustible suficiente para armar más follón todavía.

Dos lunas llenas después, Sevilla ardía por los cuatro costados y una obscena cantidad de sus habitantes abrazaban la eternidad. Miles de muertos se consumían entre los rescoldos de la castigada ciudad tras un ataque sorpresa que, paradójicamente, poco tenía de inesperado. No es que llegaran a hurtadillas exactamente sus verdugos; algunos mensajeros enviados a uña de caballo tras el saqueo de la capital lusa habían alertado a la población, pero no había dado tiempo para prepararse adecuadamente; los normandos eran un vendaval. Días antes en Coria del Rio, muy cerca, habían pasado a la entera población a cuchillo.

El emir de Córdoba, Abderramán II, tras arduos enfrentamientos y enormes bajas, consiguió reducirlos y sitiarlos en Isla Menor, a cambio de algunas concesiones y de recordarles de pasó, que no tenían retirada posible. Ya se habían preocupado los cordobeses de prender fuego a toda la flota escandinava. La cosa quedó en un empate técnico o tablas forzadas.

Un escarmiento de magnitud

A raíz de este despiadado ataque, el emir, tomó una sabía decisión y contactó con uno de los referentes intelectuales de la época. Al Ghazal, ex embajador en Bizancio, un hombre extremadamente avanzado, culto, experimentado, políglota consumado, matemático, médico, astrónomo, y un montón de cosas más; era el designado.

Abderramán II, tras arduos enfrentamientos y enormes bajas, consiguió reducirlos y sitiarlos en Isla Menor a cambio de algunas concesiones

La eficacia de la potencia militar bien organizada, expansiva y con recursos sobrados del Califato de Córdoba ya independientes de los Omeyas de Damasco, dejaría una huella indeleble para los restos en las hordas vikingas, que a la postre borrarían de su “agenda de trabajo” Al Ándalus como lugar de obligada visita. El escarmiento infligido fue de tal magnitud que está registrado en algunas de las sagas escandinavas como el día aciago.

Para entonces, Abd-al-Rahman II había recibido a un enviado para negociar el rescate de los cientos de hombres de armas de la nación vikinga que estaban diseminados tras la huida en la zona del Algarve y Cádiz. La apertura del vasto y efervescente mercado andalusí estaba siendo contemplada en el cambio de cromos. El trasunto de la embajada no era otro que el de frenar las incursiones vikingas en los territorios hispano-musulmanes; crear alianzas contra los peninsulares del norte, esto es, “los infieles”, y conseguir acuerdos comerciales regulares.

La existencia de Al-Ghazal fue intensa y fascinante. Su embajada a tierras vikingas, hecho histórico sin parangón, fue recogida por el cronista del siglo XII, Ibn Dihyah, que, a su vez, obtuvo la narración del viaje tras una larga carambola, a través de un contemporáneo y amigo de Al-Ghazal, llamado Tammam ibn Alqama.

Un viaje sin precedentes a Dinamarca
Era la primavera de 845, casi un año después de la masacre de Sevilla, cuando la expedición hacia las tierras de Jutlandia (Dinamarca), meticulosamente preparada por el emir de Córdoba, se asomaba a su propósito. Las naves se estaban preparando en la hermosa ciudad del Algarve, Silves, con un detalle logístico exhaustivo. El puerto fluvial con sus astilleros estaba presidido por una fila de molinos que remataban la belleza del conjunto urbano que se asomaba a la ventana del Atlántico. Silves estaba rodeada de montañas con bosques de pinos mediterráneos y nogales, madera que se empleaba para la construcción de barcos en el modesto astillero local. No hay que olvidar que la horda vikinga había visto volatilizarse sus naves tras el contraataque del emir cordobés y que estas, tras ser incendiadas, habían pasado a mejor vida. Se imponía partir desde cero y diseñar un par de naves nuevas con un bordo más alto que respetara las extraordinarias características de los Drakkars, pero más ajustadas a la procelosa navegación atlántica.

Una primaveral mañana temprana, de esas que solo son patrimonio de los andaluces, zarparon la nave andalusí y la vikinga. La Safina sureña llevaba velas latinas y dos remos laterales colocados a popa a modo de timón con un juego de seis pares de ellos, para remontar las calmas chichas. Los vikingos prepararon su Knörr, un modelo de Drakkar menos exigente con la velocidad y más enfocado al comercio de cabotaje.

Aunque los vikingos prosiguieron con sus ataques por todo el Mediterráneo y la Europa atlántica, Al-Ghazal logró arrancarles un frágil pacto de no agresión

Hasta Finisterre todo fue bien. Navegando con costa a la vista y un mar amable, la singladura no ofreció dificultades destacables; pero pasado este cabo del fin del mundo romano, el golfo de Vizcaya, en algunas cartas y portulanos también llamado en su época Mar de Vizcaya, mostraría su terrible fama de caníbal, devorando a algunos tripulantes de la embarcación andalusí por el expeditivo método de golpe de mar y hombre al agua. Una violenta galerna local dejaría el trapo del velamen de las naves de aquella manera.

Guiados los andalusíes por el mayor conocimiento de los escandinavos en aquellos mares del norte, arribarían en escala primero a Noirmoitier (Normandía) y posteriormente a Irlanda –en lo que hoy es el Condado de Kerry– para proveerse antes del gran salto a Jutlandia. A pesar de que las navegaciones de exploración y mercadeo de los vikingos se hayan hecho famosas por su temeridad y arrojo en contadas ocasiones se adentraban en el mar profundo. El abandono de costa a la vista es infrecuente en sus singladuras y aunque haya sucedido ocasionalmente en ataques o exploraciones como la de Vinland (Canadá),

Bizancio o Sicilia, no eran la tónica en su registro de excepcionales marinos.

Tras un apoteósico recibimiento, los andalusíes fueron alojados en las famosas salr, casas fortaleza integradas en recintos a su vez fortificados con empalizadas y fosos que más que disuasorios, eran prácticamente impenetrables. Mientras, en el puerto, se afanaban por restaurar la Safina. El Knörr, mas marinero que el barco árabe, continuó su viaje hasta la residencia del rey danés para reportarle sobre el viaje. El mejor vino de Al Andalus sellaría un tratado de cierta duración que los mantendría alejados de las costas del Califato por una buena temporada.

Un pacto de no agresión
Aunque los vikingos prosiguieron con sus ataques por todo el Mediterráneo y la Europa atlántica, Al-Ghazal logró arrancarles un frágil pacto de no agresión e importantes acuerdos mercantiles y estratégicos, o lo que es lo mismo, que se fueran a “dar la vara” a otro lado. El pacto, la verdad es que no duraría mucho. Los cuarenta odres de vino proporcionados por el Califa se evaporarían al ritmo de las apoteósicas jaquecas que rubricaban las celebraciones de bienvenida. Acabado el vino, acabado el trato.

Un año y medio después de su partida, Al- Ghazal regresaría a la Península, según que crónicas a Santiago de Compostela, según otras a Lisboa. Desde ahí, finalmente arrumbaría hacia la capital del reino del sur, donde sería recibido con honores inusuales. Durante los veinte meses de estancia en tierras vikingas, recopilaría una ingente información autorizada por los anfitriones sobre etnografía, costumbres y descripciones geográficas.

Al- Ghazal marca toda una época en los viajes de exploración con una hazaña de envergadura en un tiempo oscuro, la Alta Edad Media.

Álvaro Van Der Brule

Fuente: El Confidencial