La imagen más bonita de un velero es desde lejos, navegando en el océano, con las velas desplegadas, trazando una alegre estela tras de sí, mientras apenas se atisba su tripulación, que siempre suponemos feliz, disfrutando del momento, mirando de cara al viento, envuelta en sonidos agradables y en grata compañía. La pintura histórica se ha hecho eco de este icono. Existen todos los cuadros sobre veleros, fotografías, ilustraciones, grabados. La imagen de un barco es la de un sueño, una aventura, el viaje, la amistad, el compañerismo.
Cuando las cosas se aprecian desde dentro se ven diferentes. Las primeras veces uno se marea, hay que mantener el equilibrio continuamente, entrar en el interior es un pasaporte seguro para sufrir el mal de mar. Cocinar se puede convertir en una labor titánica, incluso con no demasiado mal tiempo. No hablemos ya en hacer las necesidades básicas con escora, pantocazos y bandazos. Es difícil que el interior de un barco no huela a humedad, a espacio cerrado. Desde que tenemos velas enrollables en proa la cosa ha mejorado, pero no quiero hablarles cuando izábamos y arriábamos los foques y génovas. El trapo solía entra por la escotilla de proa, y no era raro que bajaran cargadas de agua, cuando no era una ola que barría la cubierta la que dejaba el camarote de proa más mojado que las cataratas del Niágara.
Cierto, con el tiempo se supera el mareo y uno se amarina, tripulación y barco están a son de mar. Se empieza a disfrutar de las condiciones de navegación, aunque el balandro salte alegremente entre ola y ola. Se cocinan cosas sencillas. El interior del barco se ventila frecuentemente y los camarotes permanecen secos. Además, qué demonios, la verdad es que navegamos sobre todo en verano, y un roción y un poco de movimiento mantienen a la tripulación en forma. Pero cuanto más se navega, empiezan a pasar más cosas.