Scapa Flow? Sí, ¡Scapa Flow! Porque lo que allí ocurrió es fascinante. Allí se produjeron el suicidio naval y el reflotamiento de barcos de guerra más espectaculares de la historia. Allí perdió la vida el legendario mariscal de campo Lord Kitchener. Allí, el audaz comandante de un submarino alemán que llegó a patrullar el Cantábrico durante la guerra civil española echó a pique el Royal Oak, antaño orgullo de la Armada británica. Tras el infierno de la guerra, el cementerio marino de Scapa Flow es hoy un paraíso para el buceo.
Podemos hablar de ensenada o rada. Pero lo entenderemos mejor si decimos que Scapa Flow es una gran bahía (20 kilómetros de largo por 14 de ancho) situada en las Islas Orcadas (Orkney Islands), al norte de Escocia. Tan protegida está por sus islotes, sus escollos naturales y sus obstáculos artificiales que Scapa Flow se convirtió en el fondeadero de la flota británica de alta mar durante las dos guerras mundiales.
El 11 de noviembre de 1918, los alemanes habían perdido el conflicto bélico que empezó en julio de 1914. Los Aliados no sabían qué hacer con la novísima y casi intacta flota germana que el 31 de mayo de 1916 desafió la supremacía naval británica en la batalla de Jutlandia. Así que mientras las partes beligerantes estaban en pleno armisticio para negociar lo que sería el Tratado de Versalles (firmado el 28 de noviembre de 1919), la imponente Armada alemana, 74 barcos de guerra, fue desarmada y escoltada por los buques de guerra aliados hacia el fondeadero de Scapa Flow el 21 de noviembre de 1918.
Era la alemana una flota impecable, construida a marchas forzadas por orden del káiser Guillermo II para acabar con el tradicional poderío británico. De hecho, los alemanes ganaron la batalla de Jutlandia en 1916, aunque no con la autoridad y la contundencia suficientes como para volver a enfrentarse a los dueños de la mar (Rule, Britannia! Britannia rule the waves!). Pero el 21 de noviembre de 1918 la marina de guerra germana ya no era, sensu stricto, la Flota Imperial. El káiser había abdicado el día 9 de aquel mes para dar paso a la inestable República de Weimar.
Los aliados dejaron en Scapa Flow apenas 1.800 marineros alemanes al cuidado de sus 74 barcos. Para la tripulación alemana, aquello fue humillante. Antes y durante los siete meses que pasaron en Scapa Flow hubo conatos de amotinamiento por parte de aquellos uniformados a los que había seducido la revolución rusa de 1917; una revolución que llegó a extenderse por Alemania en octubre de 1918 con el levantamiento de la marinería en Kiel y la agitación de dirigentes izquierdistas como Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.
Pero el comandante alemán al mando en Scapa, contraalmirante Ludwig von Reuter, solo pensaba en su responsabilidad como oficial al mando. Era un hombre de una pieza; un prusiano de esa vieja escuela que exigía de un militar conciencia del deber y sentido del honor.
Y todo por leer un periódico atrasado. Reuter paseaba por la cubierta de su buque insignia, el SMS Emden (SMS: Seiner Majestät Schiff, barco de su majestad), repitiéndose que, pasara lo que pasase en Versalles, él no iba a entregar sus barcos al enemigo. Los acontecimientos se precipitaron debido a dos sucesos insólitos.
El primero es que a Reuter le traducen un titular del diario londinense The Times, fechado el 16 de junio, según el cual los Aliados daban a los alemanes de ultimátum el 21 de junio para cerrar los acuerdos de paz. Lo que entonces no sabía el oficial alemán es que aquel ultimátum fue postergado dos días, hasta el 23, y que el Tratado de Versalles se firmó o, mejor dicho, fue impuesto a los alemanes el 28 de junio. Y no lo supo porque los británicos le suministraban la prensa con cuatro días de retraso. Así que el contraalmirante asumió que el 21 de junio se podían reanudar las hostilidades y que el enemigo se haría con sus 74 buques de guerra.
El segundo suceso, insólito (¿o no tanto?), es que aquel 21 de junio el oficial al mando de la flota británica, vicealmirante Sydney Fremantle, se había llevado todos sus barcos de maniobras con la idea de que a su marinería le diera un poco el aire. Apenas dejó atrás un par de destructores para que vigilaran a los alemanes.
Las dudas sobre la decisión de Fremantle tienen que ver con las interpretaciones de la historiografía naval moderna. Grosso modo: Francia e Italia querían parte de los barcos alemanes como botín de guerra. Pero a los británicos no les interesaba en absoluto reforzar la Armada de nadie. Además, en Londres, el almirantazgo contaba con que Reuter podría hundir su propia flota. Y cuando esto ocurrió, el Gobierno de Su Majestad se declaró públicamente indignado, pero privadamente debió de sentir cierto alivio. Porque ¿tiene sentido que, conocedor de las intenciones de Reuter y sabedor de que el ultimátum acabaría el 23 de junio, Fremantle se llevara de Scapa su flota aquel 21 de junio?
Y Berlín se mostró compungido por la pérdida, pero íntimamente orgulloso de aquella gesta heroica.
A las 10.30 del 21 de junio de 1919, Ludwig von Reuter, uniforme impecable y Gran Cruz de Hierro al cuello, dio la orden de hundir sus barcos. Recurrió al sistema morse, a los focos y a las banderas de señalización. Las tripulaciones abrían válvulas, escotillas y compuertas. Luego izaban la bandera alemana, cosa que tenían prohibida, y se subían en los botes salvavidas para alejarse del barco mientras se iba a pique.
“Más vale honra sin barcos que barcos sin honra”. Estamos hablando de 74 barcos de guerra: 10 acorazados, 6 cruceros pesados, 8 cruceros ligeros y 50 destructores. Los grandes acorazados desplazaban hasta 26.000 toneladas. El suicidio de tan impresionante flota fue un acto absolutamente extraordinario en la historia naval. Fremantle, avisado de lo que estaba ocurriendo, volvió a la rada y consiguió salvar 22 barcos, bien acercándolos a la costa, bien evitando su hundimiento, a veces a tiro limpio. Porque los británicos mataron a nueve alemanes por participar en los hechos. Fueron las últimas bajas de la guerra de 1914.
El 21 de junio de 1919, un total de 52 barcos de guerra quedaron en el fondo del mar a una profundidad de entre 30 y 45 metros. Von Reuter fue llamado a la nave capitana de Fremantle, el HMS Revenge (HMS: His/Her Majesty’s Ship). El almirante británico lo acusó de deslealtad, de traición y de faltar al código sacrosanto de la Marina. No sabemos cuán cínico fue aquel gesto. Pero sí sabemos (The Grand Scuttle. Dan van der Vat. Waterfront, 1986) lo que el alemán contestó al británico. “Estoy convencido de que cualquier oficial naval inglés, en la misma circunstancia, habría hecho lo mismo que yo”.
La gran flota alemana no fue derrotada ni por los cañonazos del enemigo ni por la pluma de los diplomáticos de Versalles, sino por la decisión de un marino con sentido del honor y devoción a su patria. Más de medio siglo antes, el almirante español Casto Méndez Núñez declaró en la guerra del Pacífico (1865) aquello de “más vale honra sin barcos que barcos sin honra”.
Ernest Cox, el hombre que todo lo reflotaba. Tenía que ser un inglés excéntrico, pero cabal; bien vestido, pero mal hablado; temido, pero respetado. Y cabezota, sobre todo cabezota. Se llamaba Ernest Cox (1883-1959). Tenía que ser un tipo así el que, siendo un acaudalado empresario que se dedicaba a vender chatarra, tuviera, un día, la idea de reflotar barcos de miles de toneladas cuando no había, a principios del siglo XX, tecnología alguna que permitiera concebir semejante operación.
Tres o cuatro años después de acabar la Primera Guerra Mundial, hacía falta mucho metal para mover la industria. Y Cox pensó en la cantidad de acero, hierro, bronce, plomo o cobre que había en aquellos barcos alemanes hundidos en Scapa Flow.
Se puso manos a la obra. Creó una compañía. Compró al almirantazgo británico sus primeros 2 acorazados y 26 destructores. Montó unos astilleros en torno a la ensenada de Scapa y se rodeó de cuanto técnico y buzo tenía a mano. Su idea era reflotar los barcos y desguazarlos para vender metal y chatarra. Pero no tenía ni idea de cómo hacerlo, así que se pasó ocho años en las Orcadas (de 1924 a 1932) metido en faena.
Scapa Flow está en el quinto infierno. Hace mucho frío y viento. La tarea del reflotamiento empezó siendo una pesadilla. Cox colocaba muelles flotantes a la altura del barco hundido y sus buzos pasaban cadenas por debajo del casco para intentar levantarlo. Pero los pecios escoraban y se caían. Hasta que ideó un sistema que consistía, básicamente, en parchear todos los huecos del barco, inyectar aire comprimido en su interior y extraer toda el agua posible con bombas hidráulicas.
El 4 de agosto de 1924 reflotó su primer barco: el V 70, un pequeño destructor (800 toneladas). A partir de entonces todo fue razonablemente bien hasta que se le atragantó el SMS Hindenburg, un crucero acorazado de 26.180 toneladas. Ese monstruo fue su pesadilla. Cuando se le había hundido tres veces, la última por una tormenta después de conseguir sacarlo, lo dejó hasta más ver. Cuatro años después, el tenaz emprendedor volvió al Hindenburg. Había perfeccionado tanto su sistema de reflotamiento que el 23 de julio de 1930, al segundo intentó, el formidable acorazado alemán emergió majestuoso sobre las aguas.
Aunque perdió dinero en Scapa Flow (10.000 libras de la época, una fortuna), Ernest Cox ganó una reputación que lo acompañaría hasta su muerte. Fue El hombre que se compró una flota, como titula su libro el escritor Gerald Bowman (The man who bought a navy. Harrap, 1964). Y fue el hombre que la reflotó hasta que, en 1933, cayó el precio de la chatarra y otra empresa, Metal Industries, continuó el trabajo.
Tumbas de guerra: el misterio del Vanguard, la muerte de Lord Kitchener en el Hampshire y la tragedia del Royal Oak. Una de las tres tumbas de guerra de Scapa Flow es la del HMS Vanguard, un acorazado británico que, anclado a puerto, se hundió el 9 de julio de 1917 al estallar su pañol de municiones. El naufragio, que costó la vida a más de 700 hombres, sigue rodeado de misterio: no se sabe aún si ocurrió un accidente en el polvorín del barco o si fue objeto de sabotaje por parte de un agente alemán, como sugiere el historiador escocés Lawson Wood (Scapa Flow, Dive Guide. Aquapress, 2008).
La segunda tumba es el HMS Hampshire, un crucero acorazado de 10.850 toneladas que fue hundido por una mina alemana el 5 de junio de 1916 frente a los acantilados de Marwick Head (costa oeste de las Orcadas). Su naufragio también fue dramático: murieron 643 hombres y se salvaron solo 12 en un bote salvavidas. Pero la sorpresa fue que el barco llevaba, en misión secreta, al todopoderoso mariscal de campo y ministro británico de la Guerra lord Horatio Herbert Kitchener.
En Scapa Flow, a Lord Kitchener lo recibió el almirante John Jellicoe, que apenas unos días antes se había enfrentado a los alemanes en la mencionada batalla de Jutlandia. Kitchener pasó por el fondeadero camino de Rusia, donde iba a negociar un acuerdo de guerra con el Gobierno de Moscú. Por desgracia, entre él y Jellicoe escogieron un día en el que se desató un temporal espantoso y una ruta llena de minas alemanas. Héroe de Jartum, Lord Kitchener fue también un militar sin escrúpulos que creó, durante la guerra de los bóers, el primer campo de concentración del siglo XX. Su estilo, salvando las distancias, inspiró años más tarde a generales estadounidenses como Patton: genio militar, poca disciplina ante el superior y un ego descomunal.
Ya como ministro de la Guerra en 1914, Kitchener recuperó algo de estima popular cuando un cartel de reclutamiento metió su imagen en la mente de todos los británicos. Fue ese cartel, imitado después por Estados Unidos con el Tío Sam, en el que Kitchener, gorra de plato y espeso mostacho, señalaba con dedo conminatorio: “Your country needs you!” (¡Tu país te necesita!).
La tercera tumba de guerra hay que buscarla en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Los alemanes llevaban 30 años queriendo penetrar en Scapa Flow. Pero la rada parecía inexpugnable. Aún quedaban redes, pontones y pecios. Por no hablar de ese abrigo natural que constituían Scapa y las islas de alrededor. En una de ellas, Fair Isle, en 1588, encalló El Gran Grifón, uno de los barcos de la española Armada Invencible, según sostiene Agustín Rodríguez González, miembro de la Real Academia de la Historia.
El alto mando alemán estaba tan decidido a atacar Scapa que eligió dos armas letales: un marino intrépido y un submarino de probada capacidad de fuego. El oficial fue el teniente de navío Günther Prien. Y el submarino, un U-Boot, de esos que fueron mortíferos contra los Aliados durante la Primera Guerra Mundial, pero también en la Segunda, porque el 14 de octubre de 1939, Günther Prien (1908-1941), al mando de su U-47, consiguió sortear todos los obstáculos de la ensenada y colarse en Scapa Flow.
Prien ya soñaba de adolescente con el gran navegante portugués Vasco de Gama (1469-1524) y, por cierto, patrulló las aguas del Cantábrico durante unos meses de 1937, en plena guerra civil española.
Alrededor de la una de la madrugada de aquel 14 de octubre de 1939, el HMS Royal Oak estaba anclado en Scapa. Había sido el orgullo de la Royal Navy en la Primera Guerra Mundial. Y en la Segunda, aunque lento y con menos maniobrabilidad que otros buques más modernos, no dejaba de ser un acorazado de 29.150 toneladas que tenía 188 metros de eslora, 28 de manga y una dotación de 1.200 hombres.
El atrevido Prien entró en la rada con marea alta. Aunque jamás lo reconociera, sus primeros torpedos contra el Royal Oak fallaron. Pero tuvo la sangre fría de dar la vuelta a su submarino para recargar y lanzó una segunda andanada que, esta sí, dio en plena línea de flotación del buque enemigo.
La incursión de Prien fue recibida con alborozo en Alemania. El mismísimo Adolf Hitler lo condecoró con la Cruz de Hierro. Pero los británicos sufrieron una de las mayores tragedias de su larga historia naval. El hundimiento del Royal Oak fue un infierno que costó la vida a 833 hombres. Desde aquel día, cada 13 de octubre, la Unidad de Buceadores de la Armada británica desciende a la popa del barco para cambiar su bandera. La vieja enseña se limpia y es entregada a la asociación de sobrevivientes del Royal Oak en homenaje “a los hombres que dieron la vida por su rey y su nación”.
Del infierno de la guerra al paraíso del buceo. En Scapa Flow quedan unos sesenta pecios, cuatro aviones incluidos. Pero lo que atrae a los buceadores de medio mundo son los siete grandes barcos de la antaño Flota Imperial alemana, esos que ni Cox ni sus sucesores llegaron a reflotar. Son tres acorazados de unas 26.000 toneladas (König, Kronprintz Wilhelm y Markgraf) y cuatro cruceros de 5.000 toneladas (Brummer, Dresden, Cöln y Karlsruhe).
Bucear en estas insignes reliquias es una experiencia única para cualquier submarinista. Las inmersiones profundas requieren cierta veteranía. Hay que bajar hasta 45 metros con una o dos botellas de aire a la espalda para, luego, hacer las correspondientes paradas de descompresión. El viento en superficie es frío, y las aguas, gélidas. El autor de este reportaje buceó en aquellos barcos un mes de agosto y emergía tiritando. Durante la inmersión, una nube de plancton hace que la visibilidad sea escasa. Con todo, hay un momento absolutamente conmovedor al observar el descomunal casco de un acorazado hundido en 1919.
Para un buceador serio, hay un antes y un después de Scapa Flow. A excepción de las tres tumbas de guerra, donde está prohibido bajar, pueden visitarse pecios a poca profundidad para disfrute de los menos expertos (ver la guía de buceo del escocés Rod Macdonald: Dive Scapa Flow. Mainstream, 2011). Scapa Flow es un cementerio marino que alberga horrores inolvidables, pero también ofrece una feliz recompensa a todo aquel que sienta pasión por el submarinismo. Porque bucear en Scapa es bucear en la historia.
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