Si el pirata Long John Silver tuviese en su poder el informe que el Gobierno español ha tardado cinco años en elaborar abandonaría rápidamente la isla del Tesoro y se lanzaría a saquear el Caribe llevando este documento en la mano. Sabría así dónde se ubica la mítica Santa María (la primera nave europea hundida en América), los barcos que perdió Hernán Cortés en su conquista de México, los que estaban al mando de Francisco de Pizarro o Núñez de Balboa, pero también las coordenadas donde el mar engulló los tesoros más increíbles de oro, plata, esmeraldas o descomunales perlas.
Sin embargo, este personaje de Robert Louis Stevenson no tendría vidas suficientes para saquear los 681 navíos que el primer Inventario de naufragios españoles en América, redactado por la Subdirección General de Patrimonio Histórico del Ministerio de Cultura y que hoy revela EL PAÍS, documenta. Tendría en su poder, eso sí, la historia de España entre 1492 y 1898, información que ha coordinado el arqueólogo submarino Carlos León con la colaboración de su colega Beatriz Domingo y la historiadora naval Genoveva Enríquez. Cientos de legajos históricos del Archivo de Indias y del Museo Naval han tenido que ser escrutados minuciosamente, así como 420 planos antiguos, para dibujar el mayor mapa del tesoro español conocido nunca. Un proyecto que se enmarca en la política del Plan Nacional de Protección del Patrimonio Cultural Subacuático de España, desarrollado bajo los principios de la Convención de la Unesco de 2001.
El Imperio español basaba su expansión en ambos hemisferios en dos grandes pilares: el ejército y la flota. Pero tras ellos se escondía una armada silenciosa y efectiva, los funcionarios, cuya labor (tomaban nota de los más mínimos detalles de cada expedición) ha permitido ahora la localización de las naves en aguas de Panamá, República Dominicana, Haití, Cuba, Bahamas, Bermudas y la costa atlántica de Estados Unidos. El objetivo no es tanto extraerlos de los fondos marinos, sino preservarlos del saqueo o de posibles daños fortuitos con la cooperación de los países implicados.
El primer barco que se hundió en América fue la nao Santa María el 25 de diciembre de 1492. Esa noche Cristóbal Colón se encerró en su camarote y delegó el mando en un piloto que, a su vez, se lo pasó a un grumete. A las pocas horas, la capitana encalló. El almirante, encolerizado, ordenó el desembarco, para lo que contó con la ayuda de los indios taínos que habitaban en la isla de Bohío (bautizada como La Española). Del cuello les colgaban pequeñas piezas de oro, que pronto intercambiaron con los exploradores por objetos de escaso valor, como cascabeles. Lo que en principio parecía una desgracia, pronto se convirtió en buenaventura. El descubridor desmontó entonces el barco y con sus cuadernas construyó el primer asentamiento europeo en América, el fuerte de Navidad (Haití), donde dejó a algunos de sus hombres.
Tres días después, partió hacia España para anunciárselo a los Reyes Católicos.Pero ya nunca volvería a ver a sus abandonados compañeros: fueron masacrados. De todas formas, no todo el barco pudo usarse para construir el fuerte, por lo que parte de sus restos podrían estar en el lugar donde encalló la nao el grumete, justo en el lugar donde señala el inventario.
De los casi siete centenares de naufragios documentados, solo en el 23% de ellos se tiene constancia de restos arqueológicos. El resto está sin explorar. El país con mayor número de pecios españoles identificados es Cuba (249), seguido de la costa atlántica de EE UU (153), área que incluye las famosas islas de los piratas, y la Antigua Florida (150), una zona que se extendía por los actuales Estados de Texas, Luisiana, Misisipi, Florida, Georgia y Alabama. En Panamá, por ejemplo, se han ubicado 66 naufragios y en La Española, 63.
¿Y por qué se hundían? Carlos León explica que el 91,2% de los naufragios tuvieron como origen causas meteorológicas y solo el 1,4% fueron provocados por combates con países enemigos. “Lo de los piratas es más leyenda. Los barcos españoles eran temibles, iban fuertemente artillados y podían cargar decenas de cañones. Daban más miedo ellos a los piratas que al revés”. De hecho, solo el 0,8% de los hundimientos se debe a ataques corsarios.
El cataclismo de estos gigantes marinos —que podían albergar a un millar de personas, entre pasajeros, militares y marinos— provocaba auténticas catástrofes humanas. Cinco naves de la flota de Juan Menéndez de Avilés se sumergieron bajo las aguas en 1563 en las Bermudas causando 1.250 muertes. En el Conde de Tolosa, que naufragó en 1724 frente a las costas de República Dominicana, fallecieron 600 embarcados. Solo sobrevivieron siete que durante 33 días se alimentaron de calabazas y agua de mar agarrados a la cofa del palo mayor.
Pero estas desgracias también trajeron hazañas que nada tienen que envidiar a la literaria de Robinson Crusoe. Los supervivientes del Santa Lucía,capitaneado por Juan López en 1584, lograron alcanzar en lanchas las costas de las Bermudas donde hallaron a otros siete españoles de un barco hundido dos años antes. Juntos construyeron una embarcación, atravesaron el Caribe entre indescriptibles penalidades, pero alcanzaron Puerto Plata (República Dominicana), a 900 kilómetros de distancia en línea recta.
En el inventario del Ministerio de Cultura se detalla la ubicación de cada pecio, el nombre de la nave, el tipo de barco, el nombre del capitán, el armamento y la carga embarcada, así como la tripulación y los pasajeros. Entre los nombres más afamados, además de Colón, que también perdió la nave Vizcaína en Panamá, se pueden leer los de Vicente Yáñez Pinzón (dos carabelas en 1500 en Abrojos, República Dominicana), Juan de la Cosa y Núñez de Balboa (dos naos en Haití, 1501), Francisco Pizarro (una nave en Nombre de Dios, Panamá, en 1544), Pánfilo de Narváez (dos barcos, en Trinidad en 1527) o dos que eran propiedad de Álvaro de Bazán (Santo Domingo, 1553).
En los puertos las flotas del Rey también se hundían, y a decenas. En 1768 se fueron a pique 70 barcos a causa de un huracán en el puerto de La Habana, lo mismo que pasó en 1810 con otras 60 embarcaciones en el mismo abrigo.
Las naves españolas que surcaban los mares del mundo portaban las más variadas cargas. Entre ellas, los expertos han constatado oro, plata, perlas, esmeraldas y marfil, pero también cerámica Ming, tabaco, azúcar, vainilla o cacao, además de esclavos, artillería, libros o reliquias de Jerusalén. Este azaroso trasiego de riquezas provocó algunos combates con ingleses y holandeses. Así se fueron al fondo del mar, entre otros, los galeones Nuestra Señora del Rosario y Nuestra Señora de la Victoria,en 1590 a orillas del cabo San Antón (Cuba). El Neptuno, Nuestra Señora del Pilar y Nuestra Señora de Loreto en 1762 fueron hundidos por los españoles para obstaculizar el acceso a los ingleses al puerto de La Habana. Y hasta los destructores Cristóbal Colón, Furor, Almirante Oquendo, Infanta María Teresa y Vizcaya, destrozados por la flota de Estados Unidos durante la batalla del 3 de julio de 1898 tras el estallido del Maine. Todos sus pecios son actualmente monumento nacional.
De los ataques piratas se han descubierto pocos restos, algunos en Camagüey (Cuba) en 1603 o tres barcos de 1635 que encallaron tras la lucha contra el corsario. También se ha documentado la carga que lanzó por la borda Juan de Benavides para que no fuera robada por los piratas holandeses en Matanzas (Cuba). De hecho, Benavides no perdió en batalla ningún barco, pero los holandeses le robaron 14, con lo que Felipe IV cuando el capitán regresó a España para relatar el desastre lo mandó decapitar.
Llegar a tierra o mantenerse a flote no siempre significaba la salvación. De hecho, en 1548 una nave se hundió frente a Cayo Largo (Florida). Toda la tripulación sobrevivió pero fueron capturados, esclavizados y sacrificados por los indios Calusa, menos Hernando Escalante, de 13 años, que vivió otros 17 con los indígenas hasta ser rescatado por Pedro Menéndez de Avilés en 1565.
En 1605, el Santísima Trinidad partió de Cartagena (Colombia) y un temporal lo mandó a pique cerca de Santa Isabel (Cuba). Solo quedaron con vida 36 personas, que se subieron a una chalupa con tal cargamento de oro y plata que la barcaza también se hundió. Dos años después, una fragata encalló en la playa de Tienderropa, en Panamá. Sobrevivieron 13 embarcados que alcanzaron la costa, pero allí los cimarrones (esclavos africanos huidos de las plantaciones) los mataron.
LA FLORIDA, PUNTO MILITAR ESTRATÉGICO
Los reyes españoles gastaban enormes cantidades de dinero en Florida, un área en la que no había ni oro ni plata, ni recursos naturales que explotar. De hecho, Felipe II se desesperaba con las inmensas inversiones que los militares le aconsejaban. La razón estribaba en que resultaba un punto estratégico para el regreso de las naves repletas de riquezas porque por sus costas transcurre la corriente marina que lleva directamente a España. Si los británicos la tomaban, el paso de los galeones se vería interrumpido. Así, lo que al principio eran fuertes de madera fueron transformándose en fortificaciones de piedra de las que aún se mantienen muchas en los mares del Caribe.
Curiosamente, estos barcos no solo transportaban lo que los funcionarios reales anotaban, sino una enorme cantidad de productos de contrabando para evitar los impuestos. Por ello, no se conoce exactamente lo que los galeones hundidos podían llevar en realidad en sus bodegas. En el Nuestra Señora de la Pura y Limpia Concepción hay piezas de plata con formas de tapones de corcho en las botijas del cargamento, en el Guadalupe (1724) se ha detectado una colección de más de 600 vasos de vidrio decorado.
Cuando los recaudadores reales descubrían el contrabando al llegar a puerto, los propietarios ofrecían las más diversas excusas. Así han quedado registradas desde el que arguyó que no se había dado cuenta, el que habló de “falta de tiempo” y un franciscano que adujo que como no iba a España “pensaba que no debía registrar el oro y la plata que llevaba”.
La Subdirección General de Patrimonio Histórico solo ha terminado una de las diversas partes que tendrá en el futuro el mapa del tesoro —los especialistas prefieren denominarlo mapa del patrimonio cultural sumergido— del imperio español, ya que el actual se ha ceñido a los hundimientos en el Caribe y en la costa atlántica de Estados Unidos. Quedan por rastrear los del Pacífico, el Atlántico Sur o Filipinas para tener una idea fiel del volumen del transporte marítimo español entre los siglos XV y XIX y de la cantidad exacta de barcos que se perdieron, principalmente por las tormentas en los mares que dominaba España, porque lo de los piratas es más leyenda que otra cosa.