Con la edad uno aprende que la buena literatura se ha de releer cada ciertos años.
En mi juventud leí Tifón, un relato largo o una novela corta de Joseph Conrad —según se mire—, y la devoré ávidamente porque narra las desventuras del vapor Nan-shan, que sufre un violento tifón en el Mar de la China.
En la juventud, uno está pendiente de la descripción de las olas, del sonido del viento en la obra muerta, de cómo los golpes de mar barren la cubierta mientras un pasaje aterrorizado entra en pánico y pone en peligro la estabilidad profesional de la tripulación, desequilibrando a oficiales y a la seguridad del barco. El caos. Bandazos, cabezadas, aparejos destrozados en cubierta, jefe de máquinas desesperado, contramaestre desbordado y un grupo de pobres diablos emigrantes hacinados en una bodega que creen el infierno desatado sobre sus cabezas.
Las menos de doscientas páginas quedaron aparcadas en mi biblioteca, y en mi mente, como un relato de aventuras del viejo marino y excelente escritor. Después navegué, leí más novelones de Conrad y otros excelentes autores, me fasciné con El corazón de las tinieblas, La línea de la sombra, Juventud, El espejo del mar. Allí —pensaba— Conrad hablaba de los hombres, del horror, del mundo, el mar, la navegación y la vida. Uno va leyendo a medida que va madurando y, en mi caso, navegando.